Cuando la vida te reta, empuja más fuerte.
Empecé a hacer ejercicio en mi adolescencia. Tendría alrededor de quince o dieciséis años cuando el nivel de tolerancia a sentirme mal conmigo mismo por mi apariencia llegó a su límite. En aquellos años el internet no estaba aún a mi alcance, así que mis fuentes de inspiración eran los personajes de las películas que veía los sábados en el canal cinco. Desde muy pequeño batallé con mi peso. Siempre fui de buen comer y durante mi infancia no fui nada activo, no era un niño de deportes, sino más bien me refugiaba entre historietas y televisión. Ni me veía, ni me sentía lo suficientemente mal como para hacer algo al respecto, así que asumí esa identidad.
Pero siempre había momentos en que la vida me recordaba que mi cuerpo era diferente al del resto. Y esos momentos se acumularon a tal punto que era necesario tomar acción. Empecé con caminatas y pequeños trotes. Al principio es muy doloroso. Te golpea el orgullo sentirte torpe, conocer que el límite de tu tolerancia al dolor es muy bajo y tu mente se rinde muy rápido, cambiar tus hábitos e imaginar que este dolor lo tienes qué sostener el resto de tu vida te provocan rendirte muchas veces. Y lo peor de todo es que ver esos anhelados cambios físicos toma tiempo.
En mi caso, mi objetivo en aquel tiempo era perder peso, y empíricamente entendí que hasta no reducir mi ingesta calórica lo iba a conseguir. Fue durante unas vacaciones de verano que ajusté drásticamente mis calorías y, para el ingreso al siguiente curso, ya había perdido bastante peso y el cambio al fin era notorio. Para entonces ya mi objetivo era otro, había empezado a adquirir revistas de musculación y soñaba con entrenar en un gimnasio y poner en marcha mi aprendizaje, pero entre que el costo era alto y por otro lado, me intimidaba asistir, me tocó improvisar uno en casa.
Y fue en este momento que inicié una relación de amor y decepción con el gimnasio. Ví por ahí el otro día un video con una historia muy bonita que me hizo reflexionar y entender esto, a continuación se las comparto:
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Había una vez un hombre al que se le asignó la tarea de mover una roca enorme. Cada día empujaba con todas sus fuerzas, pero la roca no se movía, ni siquiera una pulgada. Las semanas se conviertieron en meses y aún no veía progreso. Frustrado reclamó, ¿porqué estoy haciendo esto? Es imposible.
Pero entonces se dió cuenta de algo. Sus brazos eran más fuertes, sus piernas más poderosas y su determinación inquebrantable. La roca no se había movido, pero él sí.
A veces la vida no te da los resultados que quieres, pero en el camino construyes la fuerza que necesitas. Así que cuando los obstáculos se presenten, no desistas, empuja más fuerte. No solo estás moviendo a la roca, te estás moviendo a ti mismo.
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En mi etapa de los diecisiete a los veinticinco inicié y terminé muchas veces mi relación con el gimnasio. Es difícil trabajar tan duro por algo y no ver resultados, al menos al ritmo que uno los espera. No fue sino hasta mi segundo año de matrimonio, en el 2011, que mi nivel de tolerancia a sentirme mal conmigo mismo por rendirme, llegó al límite. Y desde entonces no he desistido. Los cambios físicos tardaron muchos años en llegar, apenas hasta estos últimos años que he notado avance. Pero no es por eso que seguí, hay un punto, cuando pasé la barrera en la que normalmente desistía y terminaba mi relación nuevamente, que entendí que sí estaba teniendo resultados, pero no había prestado atención a los mismos.
Era una mejor persona. Mi nivel de tolerancia al dolor ya era muy alto y me había vuelto disciplinado y determinado. Dado que me tenía qué levantar temprano, me obligaba a dormir temprano y en consecuencia organicé mejor mi día a día. Mi tolerancia a la frustración era mayor dado que había enfrentado la derrota tantas veces y había aprendido a ser paciente y valorar los pequeños progresos. Vencí a mi mente en innumerables ocasiones en las que desistir parecía lo correcto, ante lesiones, enfermedades, condiciones climáticas adversas, falta de sueño, muchos días en los que mi estado anímico no era el mejor, o simplemente flojera. Había aprendido a disociar al pensamiento de la acción.
Pero todos estos beneficios, no los descubrí en el gimnasio, sino en mi vida. Porque lo mejor es que los aprendizajes son transferibles a tu vida, e incluso pueden transmutar a algo mayor.
Ahora sé que no todas las batallas se ganan ni todo progreso es evidente en el corto plazo. Que los obstáculos no se interponen en tu camino para estorbar, sino para darte la oportunidad de mejorar. Que cuando la vida ofrece resistencia y te reta, tenemos qué empujar más fuerte, no importa que duela, no importa que desde nuestra perspectiva no exista progreso, solo empuja más fuerte.
Y cuando menos lo esperes, te descubrirás en una versión evolucionada de ti, y entenderás que el objetivo no es el conseguir aquello que deseas, sino convertirte en la persona que consigue aquello que deseas.
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"Lo que estorba la acción promueve la acción. Lo que se interpone en el camino se vuelve el camino".
Marco Aurelio.
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